domingo, 4 de septiembre de 2011

Necrópolis

Y entonces, desde alguna concavidad del globo, desde algún rincón de esta agonía borracha, alguien beberá de esa copa todas las ideas.

Ese hombre, gigante ardido de garras, será la higuera donde caducarán todos juntos los fuegos y los insomnios. Se tragará una a una las espinas. Con sed de ahogado masticará estrellas hasta sentir brotar el polen, y entonces sí lamerá las heridas abiertas, las arterias de los cantores desgajados por el río.

Lo sabremos enseguida. Despertaremos esa mañana con el paladar vacío. Un sinsabor de lata usada nos rasgará las encías, sangrando saliva seca en nuestras bocas ahora mudas. Donde antes había lengua apenas quedará la sinuosidad de un agujero.

Ese hombre desayunará nuestras palabras y nos dejará solos. Condenados a carcomer los bordes del tiempo, a intentar atrapar el crepúsculo en un reloj de arena. Ese hombre le morderá a la poesía el talón izquierdo, y de un sorbo nos cortará todas las alas, y todas las venas, y todo el viento limpio. Y nos dejará así, desinflándonos a la orilla de una branquia, como peces rascados de sarna y tanta pena. La muerte será lenta. Apenas un lánguido vaciarse de ganas, un naufragar de las historias que navegan nuestros nervios.

Ese hombre hinchará su estómago con la pulpa de nuestra liviandad. Caminará nuestras vértebras inflándose como un hipopótamo engreído. Pero justo entonces, cuando la ambición viscosa le empaste la sonrisa y la fiebre, ese hombre estallará en un vómito convulso. Las letras y las acuarelas le volarán una a una las costuras. Ese hombre morirá al instante. Y no dejará tras de sí más que un cúmulo de carnes blandas; quizás el hedor de un último aliento, un cementerio estéril de artistas. Y un silencio.