jueves, 13 de octubre de 2011

El sueño de Rafael


En el fondo, un enjambre de nubes sinuosas se funde con el gris, como el aviso tenue de una tormenta inevitable. Entre tanta tiniebla asoma apenas un hueco de blanco, una hendidura que a lo lejos se adivina de viento puro, de calma fresca. Las líneas de un castillo se perfilan contra la humedad del aire, sus paredes de piedra húmeda interrumpidas por mil ventanas que titilan encendidas, anunciando el insomnio que espera como agazapado en cada rincón de este pueblo de muerte. Recortadas contra las torres impenetrables, algunas casas bajas se acurrucan sobre el lecho del río. El agua parece haberse filtrado por las puertas abiertas, y uno no puede evitar imaginar el triste silencio del abandono, el tibio vaivén de las olas meciendo los muebles toscos, arrastrando en una corriente que casi es murmullo todo lo que entre esos muros todavía queda de vida. De una de las casas desciende hacia el río un sendero de tierra. Dos hombres hunden sus pies descalzos en ese barro espeso, lleno de cicatrices, surcado por las marcas de otros pies y de otra huida. Se enroscan en un ir y venir de golpes secos, defendiendo cada uno su tierra y su destino.

Sobre la suavidad del oleaje se bambolean dos barcas. Sus contornos débiles se confunden con el agua y con la misma noche, y uno casi puede escuchar la caricia áspera de los remos contra el río, el llanto contenido de los niños a bordo, la desesperación que arde en los rostros vacíos de estos nadies que escapan del fuego, que transpiran sangre mientras intentan llegar a la otra orilla, a algún borde donde no exista esta guerra, el olor perpetuo de la condena, de esta muerte maldita que pudre todos los sótanos y todos los huesos.

Y más cerca, algunos metros hacia la derecha, la explosión. Suena como un grito denso, un quejido en la madrugada, como si todos los poros de esta tierra perversa lloraran juntos la misma pena. La explosión lo sacude todo, el fuego siniestro gatea por los muros como buscando quemar el cielo, fundirse con esta noche tan anónima y tan cerrada. Un humo negro, impenetrable, arrastra el olor nauseabundo de los cuerpos chamuscados, de la carne quemándose viva en el fondo rojo de un grito, de los retazos de cabello arrancados de sus raíces, encendiéndose hasta no dejar más que algunas cenizas y un silencio profundo. El edificio entero está en llamas. Hombres y mujeres desnudos corren una huida que parece ya inútil, tropezando a cada paso con el rostro imperturbable de este horror inmundo. Sobre las llamas chillan palabras de aliento. Una hombre corre con su mujer agonizando sobre los hombros. Una madre ayuda a su niño a saltar. Todos intentan llegar al agua, por fin a ese remanso de paz efímera donde el fuego se apaga y queda sólo la nostalgia, el abatimiento que sobreviene con la pérdida.

Y aquí, mientras el incendio truena esta furia convulsa, dos mujeres retuercen la pereza blanda de una tarde cualquiera. Desnudas, curvadas por el placer que compartieron hace apenas un instante, jadean sobre la tersura de un manto que ellas mismas han tendido sobre la tierra y que parece separarlas de todo. En silencio relamen el recuerdo de una caricia, de un beso en la boca, mientras el calor las hunde en un sueño del que quizás no vuelvan a despertar.