martes, 19 de octubre de 2010

Plásticos

Un hombre está sentado en una sala de espera y se aburre. Con los pies golpetea el suelo de cerámica; marca un ritmo. Entonces, un temblor y un ruido profundo. El hombre mira hacia abajo y ve que en medio del piso, con los pies acaba de formar un agujero. Al principio pequeño, luego cada vez más grande y hondo. El hombre está extrañado. Se rasca la cabeza pensando cómo es posible, y entonces, al mirarse las manos, encuentra entre las uñas muchísimos pelos. Todos los pelos. Marrones y cortos y finos y suyos. El hombre está pelado. Pestañea de asombro y de calvicie. Y en un solo batir se le caen las pestañas. A esta altura se le escapa un gritito de espanto, pero las cinco o seis personas sentadas junto a él ni se inmutan. Y no se entiende. El hombre agarra a la rubia que tiene al lado y le pianta un beso, con lengua y todo, a ver si así reacciona. Pero la mujer se le deshace entre los labios; se convierte en arena, tierra o baba. Y el hombre se mira otra vez las manos y ve cómo las uñas se le están desprendiendo una a una. Entonces siente que algo le crece en la boca, algo gigante: un árbol o un país. El hombre saca la lengua despacio y está llena de pelos, y lunares, y verrugas. Intenta hablar pero el vello se le mete por la garganta y le da arcadas. El hombre vomita, y de su boca sale una lluvia de hormigas y abejorros. Y en la sala, indiferencia. El hombre se acerca al viejo sentado en frente de la ventana y lo mira un rato. Fijo, a ver si lo incomoda. Pero el viejo no dice ni jota, así que el hombre le propina una patada en el estómago. El viejo no mueve un pelo pero sonríe y baja la mirada, y nuestro hombre nota con horror que tras la patada se le ha caído la pierna. Entera. Y de las dos, la más larga. Entonces una picazón molesta le invade el cuerpo. El hombre intenta sacarse la remera pero no puede porque no le pasa. Y es que le están creciendo dos tetas enormes, bien redonditas. El hombre está indignado. Se sienta, se saca el único zapato que le queda y se lo tira en la cara a la recepcionista. Ella lo mira pero no dice nada. El zapato le ha quedado incrustado en el medio del cachete. Él quiere decirle que es una falta de respeto y que así no se puede, pero los pelos le están creciendo hasta por la tráquea y ya deben medir cuatro o cinco centímetros. El hombre se saca el pantalón y con él pesca un mosquito y se lo come. En realidad querría pescar una nube, o lluvia, o una estrella. Pero de tanto esperar le ha dado hambre. La picazón es insoportable. El hombre intenta pararse pero olvida que una de las piernas ya no está y se tropieza. Entonces rueda, se contorsiona, y comienza a rascarse frenéticamente contra el suelo, a ver si así alivia un poco. Nuestro hombre, descuidado, cae por el agujero que él mismo ha abierto en el piso.

Va a parar directamente a otra silla, a otra sala. Aquí aún tiene pestañas y ya no está pelado, semidesnudo, ni cojo. Aunque todavía conserva las tetas.