miércoles, 15 de diciembre de 2010

Manualidades

Las manos de Juana tienen el olor triste de la arcilla reseca, el sabor tibio del puchero fangoso que hierve entre inviernos crueles, la tersura de un manto de abuelas o de vientres cálidos. Las manos de Juana están ajadas de tanto frío y de tanto arar, rotas de tanto cultivar tubérculos e ilusiones, y entre las grietas esconden los restos de recuerdos vivos, el gusto a chupetín de cereza en la carcajada del niño, los deditos encendidos que señalan el cielo. Las manos de Juana huelen siempre a pulpa de durazno, a tierra húmeda, a lana de oveja. Saben a arrorró de madrugada, a curita en la rodilla, a caricia entre sábanas perfumadas.

Las manos de Juana no dejan nunca de parir primaveras, de amasar barros, de tejer margaritas. No descansan, ni siquiera cuando Juana duerme. Trenzan en el aire banderas y caracoles, enhebran hilos de lluvia que cosen almohadas que cosen sueños con gustito a rouge. Las manos de Juana no dejan nunca de moverse, de apretar montañas, de ensayar formas, de esculpir pinceles y de mojarlos en gris.

Y cuando todo el pueblo duerme, Juana y sus manos salen corriendo al jardín y trepan la escalera de dos en dos, tarareando alguna canción de la infancia, con la picardía en el rostro descolorido y el pincel bien aferrado entre los dedos. Entonces Juana llega al cielo y se cuelga de una estrella. Desde allí pasará la noche entera pintando las nubes, amasándolas entre caricias vivas. Y a la mañana siguiente los niños se levantarán para ir al colegio, y al recibir el primer cachetazo del viento descubrirán un conejo blanco y simpático que desde las alturas les arrancará un grito de sorpresa, y entonces por esta vez el camino hacia la escuela sí será divertido, inundado de formas nuevas y chillidos de azúcar, y los niños pasarán por delante de esa casa venida a menos sin siquiera preguntarse quién vive allí dentro, sin siquiera asomarse a susurrar un gracias, y a las manos de Juana no les importará pues bastará con escuchar las sonrisas que por la ventana se cuelan con el viento para cerrar los ojos y entonces sí, por fin, dormir.



lunes, 6 de diciembre de 2010

Libre de humo

Usted sale de su casa con gustito a beso de buen día pero llegando a la esquina esa sensación de ausencia rota le empasta una vez más la garganta entonces usted piensa qué más da y durante apenas un instante puede ver los ojos de su hija enormes y azules y empapados de puchero que le dicen no papá me prometiste que dejabas y a usted se le llena el alma de ladrillos pero las ganas son tan perversas y tan cuchillos y tan no puedo que usted acaba buceando en su bolsillo izquierdo hasta dar con el cigarro que busca y entonces se esconde en la cabina de teléfono no sea cosa que algún vecino pueda verlo al pasar y mientras la fragancia negra penetra cada centímetro del cuerpo agrietado y seco usted llora en silencio porque sabe que guarda un monstruo en el placard que guarda un monstruo en las entrañas y usted quiere pero no puede y entonces inhala con furia inhala con ardor como si cada centímetro de mugre nueva fuera un beso de mujer blanda y ahora usted está haciendo el amor con su cigarrillo sintiéndolo vibrar entre los dedos tan sumiso y tan tibio y ya no piensa en su mujer ni en su hija ni en el placard del dormitorio sólo piensa en el cuerpo tímido que apenas roza con la yema de los dedos en ese vaivén de perfume viejo en los pulmones y usted se sienta en el suelo de la cabina mientras el humo carcome las paredes de cristal mientras la culpa sucia empaña los vidrios y usted termina su cigarrillo así agazapado escondido de la vergüenza tuerta que lo espera ansiosa en la vereda de enfrente y usted se pone ahora de pie y maldice por lo bajo mientras tira la colilla y la aplasta con el zapato la observa tan frágil y retorcida y entonces mira su mano derecha su mano fumadora de la que el dedo índice se desprende completo se consume ante su mirada boba se convierte en polvo o en tierra desgarrada y entonces usted observa que a los demás dedos les ocurre lo mismo que usted ha perdido todos los dedos todas las ganas todo el aire limpio que usted se ha traicionado que no merece tener dedos ni manos ni brazos que su cuerpo entero se deshace ahora en cenizas frías se consume como su cigarro como sus mentiras de lija y usted ya no tiene manos que acaricien el cuerpo desnudo de su mujer sobre la alfombra ya no tiene piernas que lleven a su hija a pasear los domingos por la tarde ya no tiene ojos que se pierdan entre los robles de la plaza usted se deshace se fuma despacio doliéndose la pena y mientras sus labios se disuelven usted piensa que ya nunca más dirá te quiero y se le queman las pestañas el traje los zapatos y usted simplemente se desvanece agazapado en la cabina hasta ser todo polvo todo nada un montoncito de cenizas grisáceas junto a una colilla aplastada.

jueves, 18 de noviembre de 2010

De trólupos y lilares

Pompoleaba la avenida como un tonto cuando desde un fralelí amarillo asomaron los labios tibios de un trólupo que me invitó a crejir con él. Crejí nomás me dijo encantado, y entre sus dientes sucios voló una marinube. Y como éstas cosas no ocurren a menudo, es decir, no es corriente que un trólupo lo intercepte a uno así sin más en una tarde tan níbrea, le dije yo que sí que dale y juntos crejimos entre los lilares como dos desvergonzados. Los plombos que pasaban no dejaban de trovarnos, con drijos negros nos gurjían insultos de papel. Pero mi trólupo elelía carcajadas de lluvia y narandeaba entre los pétalos como un pliño de jardín. Y mis ojos ya descalzos parían margavientos, y entre mis crápulas brotaban milmelos de algodón. Y las liembres frescas zumbaban tangüentos de vino azul, y mi trólupo crejía cada vez más fuerte, con ese mombar de cosquillas en los dedos fruncos, esas ganas rotas de trinflar la vida en un pulmón. Y si algún plombo escrupitaba un improperio, entonces nos bajábamos los blónutos y le enseñábamos las nérgramas hasta que el muy desdichado huía como un cobarde. Y detrás del fralelí fueron pasando así las trunias, hasta que nuestros cuerpos atroviados se cansaron de crejir. Entonces nos frundimos en un brezno de lágrimas, y ya no elelimos. Y cuando nadie nos vio nos juncardiamos como dos plátaros tristes y así nos quedamos, inmólives, mojándonos de a sorbos fresios, panetrándonos los besos entre liembres y milmelos. Nos desinflamos como peces o globos tuertos. Y cuando nos sepradimos, nos supimos distintos. Más nínfaros, más trómulos, más étoros. Más vacíos.

martes, 19 de octubre de 2010

Plásticos

Un hombre está sentado en una sala de espera y se aburre. Con los pies golpetea el suelo de cerámica; marca un ritmo. Entonces, un temblor y un ruido profundo. El hombre mira hacia abajo y ve que en medio del piso, con los pies acaba de formar un agujero. Al principio pequeño, luego cada vez más grande y hondo. El hombre está extrañado. Se rasca la cabeza pensando cómo es posible, y entonces, al mirarse las manos, encuentra entre las uñas muchísimos pelos. Todos los pelos. Marrones y cortos y finos y suyos. El hombre está pelado. Pestañea de asombro y de calvicie. Y en un solo batir se le caen las pestañas. A esta altura se le escapa un gritito de espanto, pero las cinco o seis personas sentadas junto a él ni se inmutan. Y no se entiende. El hombre agarra a la rubia que tiene al lado y le pianta un beso, con lengua y todo, a ver si así reacciona. Pero la mujer se le deshace entre los labios; se convierte en arena, tierra o baba. Y el hombre se mira otra vez las manos y ve cómo las uñas se le están desprendiendo una a una. Entonces siente que algo le crece en la boca, algo gigante: un árbol o un país. El hombre saca la lengua despacio y está llena de pelos, y lunares, y verrugas. Intenta hablar pero el vello se le mete por la garganta y le da arcadas. El hombre vomita, y de su boca sale una lluvia de hormigas y abejorros. Y en la sala, indiferencia. El hombre se acerca al viejo sentado en frente de la ventana y lo mira un rato. Fijo, a ver si lo incomoda. Pero el viejo no dice ni jota, así que el hombre le propina una patada en el estómago. El viejo no mueve un pelo pero sonríe y baja la mirada, y nuestro hombre nota con horror que tras la patada se le ha caído la pierna. Entera. Y de las dos, la más larga. Entonces una picazón molesta le invade el cuerpo. El hombre intenta sacarse la remera pero no puede porque no le pasa. Y es que le están creciendo dos tetas enormes, bien redonditas. El hombre está indignado. Se sienta, se saca el único zapato que le queda y se lo tira en la cara a la recepcionista. Ella lo mira pero no dice nada. El zapato le ha quedado incrustado en el medio del cachete. Él quiere decirle que es una falta de respeto y que así no se puede, pero los pelos le están creciendo hasta por la tráquea y ya deben medir cuatro o cinco centímetros. El hombre se saca el pantalón y con él pesca un mosquito y se lo come. En realidad querría pescar una nube, o lluvia, o una estrella. Pero de tanto esperar le ha dado hambre. La picazón es insoportable. El hombre intenta pararse pero olvida que una de las piernas ya no está y se tropieza. Entonces rueda, se contorsiona, y comienza a rascarse frenéticamente contra el suelo, a ver si así alivia un poco. Nuestro hombre, descuidado, cae por el agujero que él mismo ha abierto en el piso.

Va a parar directamente a otra silla, a otra sala. Aquí aún tiene pestañas y ya no está pelado, semidesnudo, ni cojo. Aunque todavía conserva las tetas.

martes, 28 de septiembre de 2010

Despeinado

Despertar y veinte abejas verdes que te traen galletitas con gusto a río o a jazmín los pájaros en el colchón abren las alas y entre las plumas la mermelada tibia se pegotea con tus manos de estrella y plastilina las arvejas se escapan del cajón de las bombachas el olor a sueño y a tostada estira los pies y entre los dedos mariposas de panqueque y abuelas blandas que tejen canciones en tronos de oro blanco y los rulos son persianas de guirnalda tres almendras bailan tangos de papel y te desperezás entre almohadones de manteca tu lengua de luciérnagas que dice buen día se te ensancha la espalda y las ovejas patinan autopistas de arcoiris las gotas tiñen azucenas y el cepillo para qué si sos más lindo despeinado con esa oruga de queso jugueteando en tu sonrisa la acuarela entre los dientes la tormenta de tomates disfrazados de leones si te pica rascate y que bailen las avispas porque hoy te levantaste con la luna en el ombligo.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Printemps

Imaginarla, desnuda y violeta, enredada en un océano de pasto y de calor. Sonreír y acercarse, hasta apenas rozarle los labios. Saberla vibrar bajo el vestido, tibia, como invitando a seguir. Y entonces bucear en la infinidad del pelo oscuro y detenerse en el cuello frágil: sentir el latir de la piel humedeciendo el abrazo.

Imprimirle un beso blando, los labios aprendiéndose, masticándose con ternura. Las respiraciones confusas y las lenguas tímidas, jugueteando entre los dientes, enmarañándose entre caricias vivas. El aire pesado y el vaivén de miradas viscosas; los ojos negros llenos de rocío. Y posar entonces la mano en la espalda. Dejar que los dedos recorran cada vértebra de esa espalda interminable y descubierta. Dar con el cierre y bajarlo despacio, descubriéndola, deshojándola entre labios, y brazos, y alientos.

Y mirarla así, tan llena de formas nuevas, una fruta madura y perfecta tendida sobre la alfombra. La piel firme, los párpados bajos, las piernas que envuelven. Recorrerla entera. Sentir las caderas fuertes, el olor a naranja, los pezones de azúcar. Besarla en la boca y resbalar. Probarla; hundirse por fin en el sabor a jabón y a silencio, disfrutarla de a bocados pequeños, mordiéndola apenas, sintiéndola temblar bajo los labios. La cosquilla entre las piernas, intensa. Perderse en cada hueco, ya irrefrenable, dejando brotar el impulso, las ganas de devorarla, de desgastarla hasta dejarla rota. Apretarla contra la alfombra, ella tan mansa y tan mojada, dejándose hacer, mirándote con ojos grandes y abiertos y empapados de mermelada. Y entonces quebrarla. Irrumpirla mil veces, insaciable, su respirar húmedo empañando tu oreja. Enredarse en un nudo de pelo y abrazo y gemir, las pieles erizadas, las uñas en la espalda, el cuerpo entero estremeciéndose hasta estallar, cosquilla infinita, mente en blanco, sol.

Sostenerla, liviana, como un pétalo en el viento.




viernes, 10 de septiembre de 2010

Deshojas

El otoño no terminó nunca. Pasaron los julios y los septiembres. Uno a uno se desplumaron los calendarios, pero el invierno no llegó, y la primavera tampoco.

Las primeras en caerse fueron las hojas. El viento frío las barrió de un bostezo. Inundaron las veredas y las plazas, y cuando ya no quedó una sola hoja en pie, entonces comenzaron a caerse las flores, y luego las ramas, y luego los troncos. La ciudad se vació de verdes, pero el viento no se detuvo. Se derrumbaron postes de luz, semáforos y aires acondicionados. Se cayeron monumentos, antenas y cables de teléfono. Calesitas y quioscos enteros se vinieron abajo. Y cuando los ciudadanos creyeron que ya nada más podía caerse, entonces se derrumbaron las paredes, y luego los toldos, y luego los techos. Y uno caminaba por la calle y un balcón se le desplomaba en las narices, y las barreras de los trenes partían autos por la mitad, y cada cuatro o cinco días algún desafortunado moría enterrado bajo el peso de mil ladrillos.

Ante tanta tragedia, los caminantes reaccionaron. El otoño sin fin los obligó a dejar de mirar baldosas. Forzados por las circunstancias, aprendieron a mirar el cielo.

jueves, 12 de agosto de 2010

Icaria

Apretaste la tijera entre los dedos y cortaste un pedacito de cielo, el más azul que encontraste. Todavía olía a lluvia. Tomaste el tallo de una flor, le enroscaste la punta y lo convertiste en aguja. Y entonces sonreíste, tu sonrisa perfecta y tan llena de pétalos acariciando tu comisura tibia, y enhebraste la nube naranja que guardabas en el cajón del medio.

Querías tejer una bufanda: sentir el abrazo del Sol alrededor del cuello.

lunes, 12 de julio de 2010

Amsterdam

Para mi Oma
Te voy a extrañar, mucho.

Y se fue. Se nos escurrió entre los dedos como agua de lluvia. Tan fresca, tan mujer. El cuerpo empapado en mariposas, las manos llenas de tulipanes y de rompecabezas, los ojos tiernos mirando siempre al frente. Firmes. Un sinfín de anillos enredados en el pelo eterno, blanquísimo. El beso dulce, la coquetería constante, la sonrisa glotona con olor a café. El acento enmarañado en el paladar. La canción que se le escapa entre los labios tiernos. Las piernas flaquitas, tan llenas de mundo. De arrugas; de historias. Los brazos fuertes que aguantan, sostienen, empujan, abrazan. Siempre. El cuerpo blando que sueña en el mar.

domingo, 27 de junio de 2010

Mejor que cien volando

Pero el pájaro azul amaneció sin alas. Y entonces, claro, ya no pudo volar. Los otros pájaros rieron a carcajadas mientras abandonaban sus nidos y pintaban el cielo de pirueta y de vaivén. Se alejaron a los gritos, rumbo al horizonte. Querían llegar al Sol. El pájaro azul suspiró de tristeza y dudó un instante. Entonces, todo orgullo, saltó de la rama al suelo. Y empezó a caminar.

lunes, 14 de junio de 2010

Casa Tomada (la otra)

Es verano en Buenos Aires, y las paredes del departamento transpiran humedad y mosquitos. El espacio es diminuto: un dormitorio, un baño, un ambiente que hace de cocina y sala, y un balconcito a la calle. Romilda lava los platos y enredada en detergente siente que se ahoga. Dos metros atrás, desde el sillón verde, Horacio fuma y le mira el culo.

Y entonces, el ruido. Desde el baño. Un ruido vivo, terrible. Un ruido que los envuelve. Ellos contienen el aliento y se miran; no hablan, pero comprenden. En el departamento ya no están solos.

Romilda cierra la canilla y corre hacia la cómoda. Las manos le vibran cuando abre el segundo cajón. Bucea en él hasta dar con la llave que busca. Entonces, sin hacer ruido, se acerca a la puerta del baño y la cierra. Se voltea y mira a Horacio. El miedo ha desaparecido en el rostro de él, que no puede más que sonreír. Ahora los dos vuelven a respirar. Y Romilda cocina, y ellos cenan, y se acuestan y se duermen tranquilísimos. Saben que están a salvo.

Al principio les resulta complicado desprenderse del único baño del departamento, pero con los días Romilda y Horacio aprenden a bañarse en la cocina y a hacer pis en el balcón o en el bar de turno, sin que la sonrisa se les despegue. No pueden más que sentirse afortunados. Todavía conservan el dormitorio, y la sala, y la cocina, y el balcón.

Pero entonces. Ocurre que una noche, mientras Romilda y Horacio cenan, el ruido se repite: seco, profundo, esta vez más cerca. Desde el dormitorio. Horacio se levanta despacio y sin perder la calma camina hacia la puerta entreabierta. La cierra con llave.

-Hoy dormimos en el sillón- dice entonces, y las palabras le salen aterciopeladas, nostálgicas.

Romilda levanta la mesa y Horacio la espera. Se acuestan como pueden, contorsionando piernas y espaldas. Hace mucho que no están tan cerca. El calor y la proximidad los encienden y esa noche hacen el amor. Se duermen transpirados, enredados y tranquilos.

Son las tres de la mañana cuando sucede. El ruido los despierta, más fuerte que nunca, palpitando en cada rincón de la sala. Romilda y Horacio se levantan rapidísimo. Se visten como pueden, envueltos en noche.

No se llevan más que la mano del otro apretada entre los dedos. Cruzan la puerta y la cierran. La llave gira y les devuelve un clic. La tiran en una obra en construcción, con el deseo profundo de que se funda con la tierra. De que nadie la encuentre. Nunca. En el departamento no hay lugar para nadie más.

viernes, 7 de mayo de 2010

La luna hecha sopa en el balcón

La luna hecha sopa en el balcón
Y una nube naranja colándose por la ventana
Sábanas blancas te muerden la espalda
Transpirás sueño en el colchón
La boca inundada de polen
Las pestañas enredadas en mi almohada
Tu pelo huele a beso
Me empapo de vos

Hoy tengo el sol en el bolsillo.

viernes, 23 de abril de 2010

Manos

Manos desnudas, llenas de pétalos, ahogadas en surcos de lluvia blanda. Manos que desnudan, deshojan botones, desgarran corpiños. Manos que desvisten, que te abren las piernas y la boca. Te llenan de baba. Manos que atan. Manos que se te meten en la garganta. Y vos vomitás azules. Manos que te arrancan el alma y la escurren; lloran gotas calientes en el papel. Palabras mojadas. Manos que se pierden en tu pelo negro, se te enredan en el cuello y laten. Manos que transpiran en vos. Te sacuden. Manos que deshojan margaritas y pintan historias en tu espalda. Manos que te muerden la oreja, que te llenan el oído de mariposas. Manos dulces que te escupen besos en cada poro. Manos firmes que te sostienen. Te acercan. Manos frágiles que rasguñan la almohada. Manos que vuelcan rojo en vos. Te encienden. Manos ásperas que gritan. Y a vos te encanta.

viernes, 9 de abril de 2010

Palabrerío

Ayer durante el desayuno ocurrió algo insólito. Mientras con una mano sostenía el café con leche y con la otra untaba queso blanco en la tostada, una manchita indiscreta me manchó una palabra. Se los juro. Saltó del tarro de mermelada al papel, sin escalas, y antes de que pudiera detenerla se comió tres cuartos de mi verso.

Imperdonable. Señoras manchas, pueden ustedes mancharme la pared, la nariz y el sueño. Pueden aparecer en la tostadora, en la chocolatada o en el jardín. Pueden incluso colarse entre las persianas o inundarme la bañera. Pero con mis palabras no se jode.

Mis palabras son mi piel y mi puente con el sol. Ustedes lo saben de sobra. De palabras es mi cuerpo. Cada lunar, cada uña, cada gota es palabra. Y si estornudo, vomito o beso, llueven palabras por toda la casa. Con las manos tejo y destejo palabras: palabras escuálidas, palabras violetas, palabras altísimas. Todas tan maravillosas.

Es por este motivo, señoras manchas, que con respeto y congoja me dirijo a ustedes para informarles que a partir de hoy ya no serán bien recibidas aquí en mi casa. Por lo menos hasta que haya lustrado cada una de mis palabras. Las llenaré de Cif y de caricias, de viento y de alhelí. Las pondré a descansar en el sillón o en la ventana; en algún lugar desde donde puedan mirar el cielo. Y sonreír.

Y nunca, nunca más se atreverán ustedes a faltarles el respeto.

martes, 30 de marzo de 2010

Que cada parpadeo sea un despertar

Me gustaría que cada parpadeo fuera un despertar, con vos del otro lado de la cama. Que tus manos inundaran mis mañanas, todas, que las pintaran de sol y de medialunas. Me encantaría que cada segundo fuera beso, caricia o secreto. Tuyos. Que cada instante se escurriera entre tus piernas y mi camisón. Que cada palabra naufragara en tu ombligo o se clavara en mi cintura. Me gustaría que te llenaras las manos de plastilina y me empaparas el cuerpo de cosquillas. Que vomitaras miel en mi cuello; cuentos blandos y calientes. Me encantaría estirar tus pies y envolverlos en mí, para que los martes fueran mi bufanda y los jueves mi pantalón. Llevarlos conmigo a todas partes; escondidos en la cartera, en la boca o en el bolsillo. Para no extrañarte tanto.

martes, 23 de marzo de 2010

Milonga del abandono

Medianoche. Un vestido azul la envuelve, dejando al descubierto cada vértebra de una espalda que parece eterna, interminable. Ella es puro colorete, rouge y pestañas.

Entre borrachos y desdentados se abre paso, bamboleando las caderas al ritmo de una música que suena ajena, como de otro tiempo. Un sinfín de ojos tristes le manosean las piernas, la cintura, las tetas. Y ella sonríe, mientras labios invisibles la besan en la lengua, en la espalda, en el sexo.

Un puñado de gente baila los últimos acordes de un tango lloricón, transpirando cansancio y perfume barato. Ella se detiene en medio de la pista, como esperando lo inevitable. Y desde la barra, él la contempla. Con la mirada recorre su figura entera, deteniéndose en cada pliegue, en cada poro. A los tropezones avanza entre mesas atiborradas de alcohol y de zapatos; cruza un océano inmenso, repleto de pies y de voces. Con las manos envuelve la cintura de ella, que sonríe y apenas se detiene a mirarlo.

La banda sigue tocando. La música penetra en cada rincón de la sala y ellos se dejan llevar, se pierden en un nudo de espaldas, mejillas y pisotones. La noche avanza, y a cada minuto las manos se vuelven más juguetonas, más pícaras, más impacientes. Una a una las parejas abandonan la pista, pero ellos ni se enteran, atontados como están por las piernas del otro.

Ahora son nada más que ella y él. Se miran fijo, acercándose hasta sentir que los separa un suspiro. En lo que dura un instante él desliza los labios por el cuello de ella, y con los dientes desgarra las ataduras del vestido azul. Y mientras ella tiembla, de placer o de miedo, él da media vuelta y se va, abandonándola tan frágil, tan mujer y tan desnuda.

domingo, 21 de marzo de 2010

Noche

No hay caso. La noche patina divertida en la autopista interminable, con las manos dibuja formas y pinta colores, pero la pobre ciudad no pega un ojo.

Imposible. Cómo dormir mientras los pies del caminante azul le llenan la panza de cosquillas; mientras los autos, pececitos coloridos, la recorren a los gritos; mientras el viento le araña la espalda y le enmaraña los rulos tan negros y repletos de bichos maravillosos y resignadamente enredados.

Las callecitas, muertas de risa, juegan a las escondidas, crúzanse fugazmente en una esquina y casi sin mirarse vuelven a escapar divertidas, hasta llegar a un portón o una ventana, donde los enamorados se despiden y se funden en un beso húmedo y secreto. Nadie los ve más que el semáforo o la luna, que, coqueta, se empolva las mejillas, se pinta los labios de un rojo intenso y espera con paciencia que la ciudad por fin se duerma, para salir a divertirse.

viernes, 19 de marzo de 2010

Y finalmente

Que sí, que no; que no, que sí.
Dale. No sé. Por qué. Me da vergüenza.
Pero te encanta. Y sí.
Qué se yo. Yo de estas cosas no entiendo ni jota, viste.


Mil vueltas, y vaivenes, y piruetas pero aquí estamos. ¡Por fin! =)